El pie izquierdo de Abimael

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El pie izquierdo de Abimael luce mal. Parece una frivolidad contar esto mientras todos tienen algo más de qué preocuparse: sube el precio de la gasolina, Europa da pena, hace frío. Pero el siguiente reporte médico es importante. Al menos para Abimael. O para su pie.

El pie izquierdo de Abimael, el bueno, parece un corcho de lo hinchado que está. Y sus uñas tienen el aspecto descuidado de quien jamás ha tenido idea de qué hacer con ellas.

Abimael, el malo, es un anciano de casi ochenta años que se pudre en la cárcel por haber mandado matar a unas decenas de miles de personas, entre los años ochenta y dos mil, en el Perú. A veces algún diario lo recuerda y publica una fotografía suya: flaco, ajado, como tiene que verse una persona que pasa sus últimos días encerrada en una caja de cemento, que es lo que le corresponde a Abimael por no haberse quedado en casa a seguir leyendo sus libros. En lugar de ello, y de tanto leer los mismos libros, Abimael sufrió un transtorno quijotesco que lo llevó a salir, cual caballero andante perdido en los Andes, a enfrentarse con todo aquello que tenía dos pies y hablaba. Sus secuaces lo llamaban presidente y le temían, pero ninguno sabía explicar bien qué era lo que Abimael quería conseguir al final de sus aventuras. Por esos días, el Perú parecía el escenario de un videojuego de guerritas donde las balas iban y venían, y uno escuchaba o leía el nombre Abimael por todos lados, con el miedo que deben tener las víctimas de Fredy Kruger.

Hoy es una tarde tranquila, en la selva amazónica, y Abimael, el bueno, conduce un bote a motor calamitoso. El agua filtra por todos lados y se forman pequeños charcos alrededor de los pies. Abimael está descalzo y sus pies son una tragedia. Especialmente el izquierdo.

Abimael es un muchacho de quince años que se gana la vida como transportista en un mundo sin autopistas. Todo lo que hay son ríos. Abimael tiene un bote y ese nombre que suele encender la curiosidad de sus pasajeros, al menos de los forasteros. Su padre, un tipo callado y delgadito, viaja en la proa del bote y va guiando con el brazo a Abimael (que está en la popa, aferrado al timón) por caminos que sólo él parece advertir. De esa manera, el bote evita los bancos de piedras y puede llegar a su destino, entero y con los pasajeros a salvo. El destino, en esa parte del Amazonas, es cualquiera de las aldeas de chozas de madera y paja que se ve desde las riberas: Nueva Luz, Nuevo Mundo y nombres por el estilo.

Abimael no habla mucho. Sólo dice su nombre. Su padre tampoco dice gran cosa. Sólo el precio que hay que pagarle. Hablan el español con dificultad. Son machiguengas, una etnia amazónica que desde hace dos décadas ha empezado a tener un contacto más abierto con la civilización. Un día, aquel hombre debió suponer que “Abimael”, el nombre importante que las radios y la televisión repetían, podía ser apropiado para su hijo. Ahora, quince años después, quizá está un poco más enterado de lo que significa. Quién sabe.

Tal vez el máximo poder de los psicópatas sea el de envenenar sus nombres: los dejan maltrechos y sucios para que no lo puedan usar los que vienen después. Abimael, el malo, también se llamaba Manuel Rubén. Manuel Rubén Abimael Guzmán Reynoso. Pero nadie lo llamaba por sus otros nombres, tan corrientes al lado de Abimael. Ahora sólo un loco llamaría así a un niño en el Perú. O alguien que no sabía bien lo que ocurría en los Andes, como aquel machiguenga calladito que va en la proa de este río, en el verde y lejano Amazonas.

Abimael, el bueno, tiene un solo nombre, y no parece importarle mucho todo este asunto. Ni siquiera sabe que su nombre, en hebreo, significa algo así como ‘mi padre es Dios’. Más le preocupa el estado de su pie izquierdo. Se lo toca a cada rato. Le pica. Se lo señala a su padre. El padre, que no es Dios, lo mira y lo tranquiliza con la mirada. Es un gesto de preocupada ternura. Como quien dice: “ya pronto llegaremos a casa, mi Abimael”.

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