La guerra de las «razas»
Cuando leemos sobre raza y racismo, conviene preguntarse qué dice el autor tanto como quién es el autor. Quién es quiere decir qué es, cuál es su papel en el juego. ¿De dónde viene? ¿Adónde va? ¿Cuánto arriesga? ¿Cuánto se desnuda?
El racismo como el machismo es un sistema donde cada quien tiene una parte.
No solo son machistas los que pegan o los que gritan, sino también los que callan, los que pudiendo hacer algo no hacen nada, los que piensan que se trata de una batalla ajena solo de las mujeres, los que asumen que hay cosas más importantes, los que piensan que ya basta de tanto lío, y también los que no somos capaces de ver más allá de nuestra propia comodidad para salir a expresar nuestro hartazgo solidario. En este mundo machista, ser hombre es tener privilegio. No verlo es no ver qué tan jodido es el problema.
El racismo en el Perú no es el blanco gritándole al cholo y el cholo gritándole al blanco. No es un lío de gritones que hay que tranquilizar cada tanto. El racismo es el sistema que permite que la sociedad esté divida en capas: los blancos, los cholos, los indígenas y así. Las capas no son impermeables, lo sabemos. Unos y otros cruzamos de aquí para allá. Pero el racismo es la resistencia irracional a ese cruce o mezcla, ya sea por prejuicios biológicos (no quiero que mi hijo se mezcle con una chola) o políticos (los cholos no sirven para gobernar) o económicos (los chunchos no quieren el progreso, métanles bala para que salgan de la montaña).
El racismo peruano responde a una historia, tiene una narrativa. Los europeos llegan, conquistan, exterminan y se hacen con el poder porque Dios así lo ha determinado. En la edad media pensar así estaba bien. Ser blanco o más o menos blanco era lo cool. Ser marrón nunca ha sido tan cool para los ojos de quienes tienen el poder en este país.
Varios siglos después, cuando todos deberíamos ser cool ante la ley, la vieja mentalidad del que se alucina Señor todavía está allí dándonos lecciones muy convenientes, instándonos a que los cholos dejemos de joder.
¿Por qué los cholos denunciamos el racismo? ¿Acaso porque queremos traer de vuelta el imperio de los incas? ¿Porque queremos revivir el régimen de la Señora de Cao? ¿Porque queremos gobernar para darles latigazos en el poto a los blancos caprichosos?
No, pues, papacito. Ser cholo no te hace un partidario de Inkarri. Ser cholo es ser producto de la mezcla, de la historia, tener de aquí y de allá, y, a pesar de esta riqueza, ser cholo es vivir en un sistema que te convence de que estás cagado por tu color o por tus raíces o por tu apellido (o porque te falta apellido) y que tu peor desventaja es no ser blanco.
Los cholos denunciamos el racismo porque, igual que las mujeres, queremos ser tratados como ciudadanos. No más, tampoco menos. Queremos que Quispe valga igual que Berckemeyer no solo ante la ley sino cuando vas a buscar un empleo. Y queremos que, en un futuro próximo, los matrimonios Huamán Graña o Brescia Chuquihuaclla o Yupanqui Belevan-McBride sean cotidianos, y no el tabú infernal con el que ahora debemos lidiar a diario.
Toda expresión de racismo es mala, antidemocrática, antimoderna, fuchi. Pero la exposición del problema no puede quedarse en la superficie, como si asistiéramos a una pelea de box: ahora insulta el blanco y todos se prenden fuego; ahora insulta el cholo y nadie se indigna, ya ven, qué doble moral, horror.
Lo ideal sería que fuéramos solidarios unos con otros en la denuncia porque el problema es el mismo para todos: blancos y cholos de todos los colores estamos encerrados en la misma tragicomedia racista que acaba todos los días en nuestro subdesarrollo. El mundo es redondo: los países también.
Ni siquiera hemos llegado a descubrir la solidaridad desde el privilegio: el blanco denuncia el insulto y aprovecha para seguir chancando al cholo, no para denunciar el sistema.
Vamos al fondo del asunto, colegas. Vamos al pasado. Pero sobre todo vamos al futuro. A lo que queremos ser.
Foto: Paul Vallejos
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