¿También hay racismo en el campo?

Blanco=limpio. Negro=cochino. Hace unos días, un comercial de Saga que expresaba esa idea generó una inmediata ola de críticas en el Perú, y también de solidaridad con la comunidad afroperuana. Varias instituciones sacaron comunicados, Saga retiró el anuncio, Indecopi evalúa multar a la empresa.

Lo que algunos llaman el poder de las redes sociales es en realidad el poder de ver y hablar del racismo como un fenómeno vivo. No siempre fue así. En el 2004, Marisol de la Cadena escribía en su libro «Indígenas mestizos» que una característica del racismo en el Perú era precisamente el silencio en el que reinaba. Ese silencio, recuerda ella, comenzó a quebrarse cuando los cholos y negros que no podían entrar a ciertas discotecas comenzaron a denunciar la segregación. No fue hace mucho, ¿recuerdan? Pero fue antes de Face y de Twitter.

Un detalle que no se debe pasar por alto es que esta denuncia y reacción, ya sea sobre las discotecas o sobre Saga, es sobre todo un fenómeno urbano. Personas de la ciudad que denuncian el racismo e instituciones que reaccionan a la denuncia.

¿Qué ocurre en el campo? Este video circula en las redes sociales.

 

Una multitud de ciudadanos indígenas en estado de shock intenta denunciar que el Estado autorizó la construcción de una carretera sobre sus terrenos. ¿Cuántos comunicados oficiales ha generado su sufrimiento? Su estado de desesperación es comparable al de quienes afrontan tragedias mucho más «mediáticas»: terremotos, tsunamis, guerras. En América Latina el sufrimiento rural es menos noticioso, más tolerable, aceptable, lógico, y hasta necesario.

Algo está roto. Si nos preguntamos cuáles son las consecuencias de un sistema que privilegia lo blanco como superior, tenemos que atrevernos a pensar que la frialdad colectiva frente al sufrimiento indígena es producto del racismo. Ese racismo que, así como ubica lo blanco en la cúspide, nos lleva a creer que lo indígena es lo opuesto: lo bárbaro, lo salvaje, el pasado viviente. Los indígenas son gente no solo acostumbrada a llorar por nada sino que están contra el desarrollo. Ese es uno de los mitos racistas más brutales en un país cuya economía se basa, precisamente, en la explotación de los territorios donde viven esos ciudadanos.

Las ideas racistas son herramientas que permiten la expansión de este modelo extractivista. La denuncia del racismo tiene que atreverse a explorar los tabúes más profundos del sistema y formar cadenas de solidaridad que conecten las voces de la ciudad con las del campo. El racismo no es solo el insulto ni el estereotipo que salpica desde la televisión. Es uno de los pilares que sostienen la crisis contemporánea.

1 Comentario

  1. A T dice:

    Así es. Y no nos olvidemos que ese desarrollo o «progreso» de origen europeo está revelando cada vez más su carácter efímero y acabará con muchas de aquellas comodidades simbólico-materiales a las que las culturas occidental y occidentalizada se han acostumbrado, tanto en su versión urbana como campestre. En este caso, revelar el racismo es desterrar la violencia simbólica y material a partir de la cual se han erigido las naciones modernas de América. También es desterrar formas de vida social que pueden ayudar a este mundo en crisis pensar qué es lo que realmente necesita hacer la humanidad para llegar al siguiente siglo, que no será por medio del «desarrollo» y la represión de miradas cuyo acervo cultural contiene como mínimo algunas de las claves fundamentales.

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