Historia de un huevito vacío

Los huevos sancochados que preparaba mi abuela Angélica para el desayuno eran bien saladitos y tenían la textura blanda de un refresco. Los servía en unas copas altas de vidrio, y había que beberlos rápido para no registrar las sensaciones que el líquido podía generar en el largo paso por la garganta. Cada mañana, en esas mañanas tras la muerte de mi mamá, ese refresco era un trago que además contenía cierto consuelo. Pronto aprendí a degustarlo en un ritual que suponía acumular valor mirándolos con sospecha durante largos minutos. El proceso en que los huevos servidos de esa manera pasaron de saberme horribles a deliciosos debió ser un largo periodo de domesticación que acaso incluyó diversas formas de rigor y paciencia de parte de mi abuela. Según una de mis hermanas mayores, la abuela podía ser dulce pero tenía carácter fuerte. He olvidado esos detalles, aunque sí recuerdo que, hacia el final de aquella temporada, yo mismo había aprendido a recoger los huevos del corral de las gallinas, y se los entregaba a mi abuela para que ella los transformase en aquel mágico brebaje que bebía con ansias pidiéndole más y más. Fueron días de duelo muy alegres aunque, a mis tres años, no sabía que ese silencio que se respiraba en la casa era el silencio del duelo.

Un día, entre los huevos que saqué del corral, encontré uno vacío. Era pura cáscara y tenía un huequito del grosor de un clavo, como si alguien hubiera metido por allí un sorbete. Mi abuela lo observó unos segundos y me dijo que la gallina se lo había comido. ¿Cómo era eso posible? ¿Cómo podía la gallina comerse su propio huevo? ¿Estaba compitiendo conmigo? El recuerdo se interrumpe allí, como un película incompleta, y durante décadas se ha proyectado en la sala de cine de mi cabeza, de la manera más inesperada, como una historia divertida aunque sin mucho sentido.

Mi abuelita Angélica murió esta semana a la edad de noventa y ocho años, y a una decena de países y una pandemia de distancia de donde me encuentro. Es la cuarta persona de mi entorno que se lleva el Covid. Sobrellevo el luto a la lejos llamando a mis familiares, pero extraño mucho el ritual de juntar penas con abrazos y comidas. Durante estos días, aquel recuerdo se ha repetido de manera continuada, una y otra vez, mezclándose con el trabajo, con las lecturas del doctorado, con las clases, con las cosas que pienso, hasta el punto de absorberme por completo. El otro día, al despertar, pensé que mi abuela estaría en la cocina esperando que yo le llevase los huevos del corral. En ese momento, como cada mañana en que me siente despertar, mi perrita Roo saltó hacia mi lado de la cama para devolverme a la realidad de mi vida de adulto con un lengüetazo cargado de saliva y amor.

A. armó un pequeño altar en casa como una manera de crear una atmósfera acogedora para los sentimientos. Lo llenó de frutas, flores, velas y una copita de trago. Nunca imaginé cuánto puede ayudar a resistir estos tiempos complejos un ritual tan sencillo. Ahora el pequeño espacio acompaña el duelo y mis pensamientos. Allí hemos puesto también una foto familiar donde aparecen mi abuela, mi abuelo, mi madre, mis hermanas mayores. A veces paso por allí y tomo una uva o un aguaymanto mientras miro la imagen, y me gana la rara sensación de estar cometiendo una travesura, como si otra vez fuese aquel niño pequeño y glotón que come cosas a escondidas. Ese niño al que la abuela acompañaba en los días de duelo, cuando no sabía aún qué era el duelo: días como estos, cuando el mundo se vuelve extraño y triste como un huevo vacío.

5 Comentarios

  1. Fiore dice:

    Quizá como nunca antes, con esta pandemia vivimos escenario idénticos en cualquier lugar del mundo.
    Yo perdí a mi mamá y en ese momento vivíamos en dos ciudades diferentes. Estaba prohibido hacer funerales y sólo ahora a distancia de un año puedo organizar una ceremonia que, no obstante viva en el extranjero, va tener su toque peruano para tener vivo un puente de recuerdos y sensaciones con mi primera patria.
    Saludos

  2. Ana dice:

    Que conmovedor tu testimonio amigo..

  3. Eleanor Zúñiga dice:

    Qué ternura, los recuerdos que marcan la vida de uno. Gracias.

  4. micp2003 dice:

    Hola Marco, siento mucho la partida de tu abuela, sé lo que se siente en una ocasión así y cuando es el caso de una abuela que quisiste mucho y ayudó en tu crecimiento en la vida, cuántos hemos sido de esa situación y gracias a eso hemos llegado hasta ahora a lo que buenamente somos. Nos quedan sus recuerdos de cariño, servicio, buenos momentos y el contacto que tuvimos. Un gran saludo.

  5. Alberto Rodriguez dice:

    Al menos tuviste tu abuela muchos años. No hay nada como la sabiduría de una abuela. Mi abuela materna, me enseñó a medir, seruchar, un poco de plomeria. Me enseñó a criar animales, gallinas, palomas y cuidarlos, respetarlos. Pero sobre todo : muchos dichos y refranes populares.
    «No por mucho madrugar, amanece más temprano» … Y sin envargo, hay otro que lo contradice:
    «Al qué madruga, Dios lo ayuda.» ..
    Saludos.

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