Fue una helada mañana de domingo cuando el cardenal, que tenía un programa semanal en la radio, se acercó al micrófono y dijo hip.
Siguió una breve fracción de silencio durante el cual el sorprendido pueblo católico que seguía el santo espacio radial debió imaginar todo tipo de circunstancias adversas. ¿Estaría alguien reemplazando al cardenal? ¿Estaría ese impostor en un calamitoso estado de ebriedad o resaca? Al cabo de esos segundos, el hombre con más poder dentro de la iglesia volvió a decir hip, y la repetición sólo resaltaba algo evidente: aquel iba a ser el programa más bizarro de la historia de la radio nacional, hip.
Al día siguiente, sin embargo, ninguna de las personas que yo conocía había escuchado ese espacio de radio. ¿Quién sintonizaba al cardenal un domingo a las 8 de la mañana? ¿Quién siquiera soportaba a ese obispo ultraconservador cuya mayor liberalidad era fumar a escondidas de las cámaras? ¿Quién escuchaba la radio como una sana costumbre antes del desayuno? ¿Quién podía estar despierto a las ocho de la mañana? Aquel domingo yo volvía a casa en un taxi, luego de una fiesta, y el conductor sí estaba escuchando la radio. Al tercer hip, el hombre no pudo soportar la risa y me explicó que todos tenían derecho a pasarse de tragos, incluso el cardenal. El taxista era católico, pero desde hacía quince años no iba a misa: prefería trabajar los domingos y las fiestas de guardar. Un cristo de yeso colgaba del espejo retrovisor.
El lunes, cuando comencé a buscar otros testigos de ese inoportuno ataque de hipo, me tomaron por loco. Esto ocurrió hace varios años, cuando no existía el Twitter, y durante ese tiempo me sentí como deben sentirse aquellas personas que han visto un ovni pero que no han podido encontrar a nadie con quien conversar de ello. El último fin de semana, para mi buena suerte, subí al mismo taxi en que años atrás escuché al cardenal decir cosas como “es palabra de… hip…”. Ahí estaba el mismo Cristo de yeso en perpetuo vaivén. El taxista y yo nos reconocimos de inmediato. Intercambiamos teléfonos y correos electrónicos y nos comprometimos a buscar a más testigos de aquel suceso. Si reunimos a cinco personas, acordamos, abriremos una página de Facebook para intercambiar noticias e informaciones sobre el tema. Nos convertiremos en una comunidad. Y quien sabe si con el tiempo alguno de nosotros se anime a escribir una crónica de ese episodio religioso.
Durante los años de universidad un compañero y yo nos propusimos hacer algo parecido. Esa vez se trataba de reunir a los testigos de un hecho extraordinario ocurrido a mediados de los años ochenta, un Viernes Santo. Sucedió en la televisión. Yo tenía seis años y aquella tarde estaba sentado en mi lugar preferido de la mesa: la esquina que me permitía mirar directamente al televisor y esquivar a todos los demás. Mis padres y hermanas conversaban sobre cosas de mayores. Yo miraba una película sobre la pasión de Cristo. Cristo estaba siendo clavado en la cruz. Gritos. Dolor. Sangre. De pronto, durante un segundo, la imagen se distorsionó en franjas oscuras acompañadas de un ruido parecido a la lluvia. Las imágenes que aparecieron después de esa breve interferencia me acompañan hasta hoy: una mujer disfrazada de conejita era empalada por un hombre desnudo. Había dolor en el rostro de esa mujer. Yo tenía seis años y esa fue mi primera escena pornográfica. Duró unos segundos. Cuando mis padres y hermanas volvieron la cabeza al televisor, Cristo había retornado a la pantalla.
Igual que con el hipo del cardenal, ninguna de las personas que consulté durante años había visto esa escena. Sólo ese amigo de la universidad a quien me unía el recuerdo de ese milagro carnal de semana santa. Nunca encontramos a un tercer testigo. Con el tiempo dejamos de hablarnos por teléfono.
Esta mañana, al encender la radio, sucedió otra vez. Un corresponsal en comunicación telefónica desde Argentina hablaba muy emocionado sobre el próximo partido de la selección de fútbol, y contaba que había conversado con los jugadores y que todos estaban contagiados de fervor y que el país estaría, de hecho, en el próximo mundial y que no había selección en toda la galaxia que pudiera equipararse al aguerrido equipo nacional; y decía todas estas cosas mientras el conductor del programa, en la cabina, acompañaba ese discurso con la esforzada música de su adormilado aparato respiratorio. Era un sonido oscuro y temible como el de un dragón que se ha echado a dormir después de una borrachera de lava. Shhhhggrrr, shhhhggrrr, shhhhggrrr. El corresponsal siguió hablando sin parar durante tres o cuatro minutos hasta que el monstruo despertó.
Ahora busco a otros testigos de este suceso. Si nos reunimos a tres o cuatro, hasta podríamos abrir una página de Facebook y convocar a más personas y hasta crear una cuenta de Twitter para llamar a más testigos. Luego estableceríamos una fecha de reuniones para discutir sobre estos hechos paranormales que ocurren mientras los demás trabajan o estudian o se cepillan los dientes.