Esa mañana catastrófica mi padre había salido de casa sin dejarme dinero para ir al trabajo. Yo tenía veinticinco años y, tras un viaje al Carnaval de Río en el que había aniquilado mis ahorros, me refugié en su casa con la promesa de que me marcharía en cuanto pudiera reunir lo suficiente. Acababa de conseguir un empleo, y quizá a fin de mes podría cumplir mis planes. Entretanto, yo había involucionado a un estado de dependencia adolescente. Mi padre vivía en una hermosa granja de Huachipa, ese distrito semirural a diecisiete kilómetros del centro de la ciudad. ¿Cómo era posible que se hubiera marchado sin dejarme dinero? ¿Cómo demonios iba a llegar a la oficina? ¿Caminando?
Recuerdo esa caminata como una penitencia comparable a la de Cristo arrastrando la cruz. Anduve al filo de acequias de regadío, crucé puentes bajo los cuales la gente lavaba sus ropas, desfilé por avenidas polvorientas donde cada tanto me topaba con islas de personas esperando el autobús. Qué envidia. Tardé tres horas en llegar a la oficina, y lo primero que hice entonces fue refugiarme en el baño para borrar los rastros de mi peregrinaje. Caminar era una evidencia de mi ruina.
Los hombres poblamos el mundo caminando, pero hoy, en la era del automóvil y el delivery, solo los locos y los Walking Dead se mueven a pie. ¿Cuál es el propósito de caminar cuando la vida moderna te quita la mínima oportunidad de hacerlo? Las estadísticas advierten que el futuro podría parecerse al descrito en Wall-e, esa película donde los hombres son grandes y fofos como muñecos inflables, tiene las piernas atrofiadas y se movilizan en andadores mientras se alimentan de botes de helado. En Londres, la cuarta parte de los jóvenes camina solo cinco minutos al día, y esto incluye el tiempo que invierten en ir al baño. La empresa de seguros Bupa investigó esta tendencia. Las razones del público tenían un tono culposo: No tengo a nadie que me acompañe. No tengo tiempo. Estoy fuera de forma. No me siento seguro. Estoy muy cansado. Inglaterra es uno los países más afectados por la epidemia mundial de obesidad. Todo encaja.
Pero caminar no solo tiene una dimensión física. Los filósofos de la Grecia antigua notaron la relación estrecha que existe entre caminar y pensar, y diseñaron escuelas con amplios pasajes para que los estudiantes y sus maestros pudieran reflexionar y debatir mientras movían las piernas. ¿Caminar ayuda a pensar? Sí. Las razones científicas son difíciles de resumir en este breve espacio, aunque la bibliografía y los casos abundan. Los grandes caminantes como Rousseau, uno de los padres de la Ilustración, y Steve Jobs, el gurú de los smartphones, suelen dejar huellas profundas en el mundo. Inténtalo. Sal a caminar y te sorprenderá lo que tu cabecita es capaz de producir.
¿Qué te ha ocurrido en ese viaje?, me preguntó mi esposa un poco asustada. Yo acababa de volver de Portland-Oregon, una ciudad en la costa oeste de Estados Unidos famosa por su espíritu neo hippie, sus restaurantes cool y sus tribus de homeless caminantes. Y todo lo que había hecho durante tres días fue caminar. Caminé por calles llenas de árboles frondosos, salpicadas de cafés y adornadas por grafitis de museo. Caminé por avenidas donde las casas viejas de madera eran derruidas para dar paso a condominios multifamiliares de fierro y concreto. Caminé por el malecón repleto de oficinistas y estudiantes almorzando, y donde los gansos silvestres habían hecho una pausa en su migración para comer gusanos en la grama. Caminé entre gente apurada por llegar al trabajo y entre vagabundos que deambulaban sin prisa. La ciudad era una gran novela plagada de personajes, y caminar por ese paisaje se parecía mucho a leer. Preguntas que habían permanecido ocultas durante un tiempo volvieron a perseguirme. ¿Qué futuro me esperaba en los Estados Unidos? ¿Quería hacerme ciudadano de este país? ¿Por qué esta idea –que era la felicidad para otros inmigrantes– no me entusiasmaba tanto? ¿Mis hijos, si algún día los tenía, serían peruanos o estadounidenses? ¿En qué medida?
¿Qué me había ocurrido en ese viaje? Nada –le respondí a mi esposa–. Solo he caminado.
Andar y pensar no son actividades novedosas, pero el apuro y la confusión que envuelven el mundo las han convertido en aventuras exóticas. El hombre de ciudad pasa su tiempo encerrado en todo tipo de interiores –dice la escritora Rebecca Solnit–: la casa, el carro, el trabajo, el gimnasio, las tiendas. En este contexto, atreverse a caminar es un pequeño acto de rebeldía, pues supone salir del encierro en el que te encuentras para recuperar la capacidad de explorar el mundo y pensar.
[Publicado en Revista H. 8-7-2016]